New York Rangers Head Coach David Quinn

El entrenador de los New York Rangers, David Quinn, acerca del hockey y la hemofilia

Quinn dejó sus patines a los 20 años por su trastorno hemorrágico, pero igualmente logró llegar a la NHL
Author: Caitlin Kelly
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El hielo es tan inquebrantable como el concreto. Las cuchillas afiladas pasan zumbando con desenfreno. Los discos son disparados por el aire. Los tablones están abollados y golpeados por los cuerpos que chocan con fuerza contra estos en cada partido. El hockey sobre hielo y la hemofilia no son una buena combinación. Pero para David Quinn, una pista de hockey sobre hielo es donde se siente más cómodo. Por un lado, esto no es una sorpresa. Quinn, de 52 años, es el nuevo entrenador de los New York Rangers, una de las franquicias de la Liga Nacional de Hockey con más historia. Por otro lado, asusta un poco, porque el entrenador novato de la NHL y antiguo jugador de hockey tiene hemofilia B.

 

En una tarde calurosa de agosto, unas semanas antes de que los Rangers comenzaran el entrenamiento de pretemporada para la temporada 2018-2019, Quinn todavía se estaba mudando a su oficina en el centro de práctica del equipo en Tarrytown, New York, al norte de la ciudad de New York. Las mesas estaban repletas de placas y premios, galardones de una carrera de entrenador de casi 25 años.

Antes de ser entrenador, Quinn era un jugador alabado, un defensor habilidoso y fuerte. Ganó becas por el hockey para una prestigiosa escuela preparatoria y para la Universidad de Boston, fue elegido en la primera ronda del proceso de selección de la NHL y tuvo una chance real en los Juegos Olímpicos de 1988. No es necesario decir que este no es el currículum atlético esperado de una persona con hemofilia B leve. Pero esto se debe a que Quinn no fue diagnosticado hasta los 20 años, cuando su médico del equipo universitario observó que sus lesiones internas estaban relacionadas con la sangre y recomendó que se le hicieran pruebas para la hemofilia.

Durante una entrevista en el centro de práctica de los Rangers, Quinn es persistentemente modesto. A menudo comienza oraciones con la frase: “Soy afortunado de que...”. De cierta forma lo es, pero también ha recorrido un largo y difícil camino. Y pocas cosas lo han puesto más a prueba que el diagnóstico de hemofilia que terminó con su prometedora carrera sobre el hielo. Fue un shock total, aunque en retrospectiva había habido señales.

 

Quinn nació el 30 de julio de 1966, y se crio en Cranston, Rhode Island, una ciudad que él describió como de clase trabajadora en una carta abierta en donde se presentaba a los fanáticos de los Rangers. Su difunto padre, Bill, era un detective de la división de narcóticos. Su madre, Janice, era conductora de autobús escolar. Quinn, el mayor de tres niños, se convirtió en deportista. Sin conocimiento de su hemofilia, jugaba todos los deportes, sin importar qué tan brusco fuera ni que tantas caídas tuviera. “Cerca de nuestra casa había tres campos de béisbol, cuatro canchas de baloncesto, una piscina y un estanque”, recuerda de su niñez. Empezó a jugar al hockey a los 4 años. Se hacía muchos moretones, pero nadie se lo cuestionaba. “Es solo por jugar fuerte a los deportes”, todos suponían.

Quinn sobresalía en hockey sobre hielo. En su segundo año de escuela secundaria, fue transferido a la Kent School, un prestigioso internado en Kent, Connecticut. El entrenador de hockey de la escuela lo había visto jugar en un equipo contrario y le ofreció una beca completa —un triunfo importante para alguien cuya familia jamás podría haberlo costeado. “Nunca había escuchado acerca de ninguna de estas escuelas preparatorias, pero estaba entusiasmado”, recuerda. “Quería ir. Vi la oportunidad desde el punto de vista académico y era una manera de entrar a ese mundo”.

No fue fácil al principio. “Probablemente era el niño más pobre del campus”, comenta Quinn. “Recuerdo vívidamente estar tirado en la cama pensando: ‘¿Qué estoy haciendo?’”. Pero dije: “En un mes, todo estará bien”. Siempre he sido optimista”. Lo que paliaba la adaptación era la cantidad de deportes conocidos. Quinn jugaba al hockey y al fútbol americano. Con sus 6 pies de alto y sus 215 libras, su presencia física era dominante. También tenía dolores frecuentemente.

La sombra de su hemofilia, todavía inesperada, comenzó a crecer a medida que Quinn incrementaba su actividad atlética y la intensidad de cada partido, y de sus lesiones, se tornaba más grave. “Comencé a lastimarme más seguido”, recuerda. “Me perdí algunos partidos de hockey y de fútbol americano por esto. Mi tobillo se hinchaba al final del partido”. Jugaba retrocediendo en el fútbol americano, y al día siguiente de los partidos tenía moretones en todo el brazo. “No podía sostener una lapicera. Pensaba: “Bueno, estoy jugando en un nivel más alto, es lógico que me lastime”.

El alto nivel atlético en el que estaba Quinn quedó evidente cuando fue seleccionado en 13er lugar en la primera ronda del proceso de selección para el ingreso de la NHL de 1984. Se acababa de graduar de Kent y todavía no tenía 18 años. Quinn decidió renunciar a firmar un contrato profesional de inmediato y aceptó una beca de hockey en la Universidad de Boston, siendo reclutado por el famoso entrenador asistente de la universidad Ben Smith. En Boston, la vida de Quinn cambiaría para siempre.

 

En la Universidad de Boston, Quinn luchó por mantenerse sano. Se perdió la mitad de su primera temporada cuando necesitó cirugía para frenar la hemorragia interna en la espinilla derecha, una cicatriz larga y profunda recuerda esa lesión, que lo mantuvo postrado en cama por semanas. Una segunda temporada ganadora estuvo igualmente marcada por dolores y moretones.

Después de su temporada de segundo año, en marzo de 1986, el médico del equipo de la Universidad de Boston recomendó que Quinn se realizara pruebas para detectar hemofilia. Los análisis mostraron que tenía deficiencia del factor IX. Quinn no tenía ni idea de lo que lo afectaría. “No conocía nada sobre la hemofilia”, comenta. “Pensaba que podía tomar un comprimido y estaría curado. Cuando me dijeron lo que era, fue espantoso. ¡Ya había jugado dos años de hockey universitario!”

Su familia estaba igual de sorprendida. De los tres hermanos de Quinn, solo David tiene esta afección. Los Quinn más tarde descubrieron que el padre de Janice tenía hemofilia y que ella era portadora.

Alterado, Quinn no estaba listo para renunciar. Con la vista puesta en formar parte del equipo de hockey de los EE. UU. para los Juegos Olímpicos de Invierno de Calgary, en febrero de 1988, firmó una renuncia de responsabilidad eximiendo a la Universidad de Boston de cualquier responsabilidad. “Mi teoría era que ya había sobrevivido 15 años jugando deportes de alto nivel”, comenta. “Con respecto al tratamiento, no había mucho que uno pudiera hacer”, cuenta sobre aquella época. De vuelta sobre el hielo, comenzó la temporada de los Terriers, pero enseguida tuvo sangrado en un muslo que lo llevó al hospital y lo obligó a perderse la mitad de la temporada, otra vez. A pesar de todo esto, se ganó una invitación para las pruebas de hockey del equipo olímpico de EE. UU. en 1987.

Tres semanas antes de las pruebas, Quinn sufrió un esguince en el tobillo. La lesión se transformó en una hemorragia masiva en la pierna. En lo que era ahora un escenario dolorosamente familiar, atravesó una cirugía y una estadía en el hospital prolongada. Finalmente, Quinn reconoció lo que estaba demasiado claro: Su cuerpo no podía enfrentar las exigencias del hockey. Su carrera como jugador debía terminar. “Darme cuenta de esto llevó a algunos días oscuros”, comenta. “Era definitivamente un ser humano enfadado, desconcertado y deprimido. Intenté ocultar mis sentimientos, pero no fue fácil. Lo único que te ayuda es el tiempo y encontrar otra pasión”.

 

Para Quinn, esa otra pasión era entrenar. Al regresar a la Universidad de Boston, asistió al personal del segundo equipo masculino. “El impacto que mis entrenadores tuvieron en mí fue poderoso”, cuenta. “Pensé que sería bueno tener ese mismo impacto en otras personas. Esto suavizó un poco el golpe de pasar a no ser jugador”.

“El impacto que mis entrenadores tuvieron en mí fue poderoso”, cuenta Quinn. “Pensé que sería bueno tener ese mismo impacto en otras personas. Entrenar a otros suavizó un poco el golpe de pasar a no ser jugador. Ben quería que dejara de jugar al hockey, y me ayudó en mis momentos difíciles”. Con la ayuda de Smith, Quinn pasó a dedicarse al entrenamiento a tiempo completo.

Quinn también se apoyó en uno de sus antiguos entrenadores, Ben Smith, para pedirle consejo. Smith fue clave para la recuperación de Quinn y para su transición de jugador a entrenador. “Él quería que dejara de jugar al hockey y me ayudó en mis momentos difíciles”, cuenta Quinn de Smith. Hoy, Quinn cuenta que él y Smith aún hablan cinco días a la semana.

Después de graduarse, Quinn trabajó en una firma de abogados de Boston y, luego, con la ayuda de Smith, pasó a dedicarse al entrenamiento a tiempo completo. Dedicó muchas horas para construir un equipo en la Universidad de Nebraska, Omaha, trabajó como entrenador de desarrollo para USA Hockey, entrenó a la liga menor Lake Erie Monsters en Cleveland y trabajó como asistente para Colorado Avalanche de la NHL.

En 2013, Quinn completó el círculo, por decirlo de alguna manera, cuando su alma mater, la Universidad de Boston, lo contrató como entrenador principal del equipo de hockey masculino. Haciendo frente a grandes expectativas, Quinn cumplió y llevó a los Terriers al partido del campeonato nacional de la NCAA en 2015 (una dura derrota frente a Providence) y a dos títulos de la conferencia. Después de cinco años a cargo en la Universidad de Boston, los logros de Quinn llevaron a la oferta de los Rangers.

 

Con los años, a medida que Quinn crecía como entrenador, su manejo de la hemofilia también evolucionaba. Sus niveles del factor son suficientes y las únicas infusiones regulares que necesita son antes y después de una cirugía o trabajo dental, comenta. “No vivo con esto a diario”, dice respecto de su hemofilia. “Llevo una vida muy normal”. Fuera del trabajo, Quinn hará otro gran cambio cuando se case con Kerry O´Brien, una mujer con la que salía cuando eran estudiantes en la Universidad de Boston.

Hoy hace sus ejercicios en el gimnasio y juega al golf. Igualmente tiene que ser cuidadoso. Un día normal de trabajo significa atarse sus patines durante la práctica y estar cerca de sus jugadores. Su hemofilia no es algo que les haya revelado. “Esto no se trata de mí”, explica. “Se trata de ellos”.

No es que Quinn esté escondiendo algo. Es feliz de compartir sus experiencias con personas entre la comunidad de trastornos hemorrágicos. “Pienso que mi historia puede ser muy útil y dar esperanza a las personas”, manifiesta. “El mundo de la hemofilia puede ser un mundo lleno de “no” y de cautela extra. Cada persona con hemofilia tiene sus propias limitaciones, pero con el asesoramiento médico correcto, podemos entender qué podemos hacer”.

Todo lo que Quinn ha atravesado lo ha preparado para sus próximos pasos. Sabe que el trabajo duro y constante, y la dureza y concentración mentales —eso que necesitó a los 20 años para volver a imaginar su vida después de su diagnóstico de hemofilia— lleva a los equipos a la Copa Stanley. “Es un juego psicológico”, expresa. “¡Es un juego mental!”